Dibujar
Ilustración por: Felipe Calderon-Valencia
A mí me parece fácil, pero por brujo, porque nací así, con algo metido entre las manos y los ojos. Para otros es difícil, aunque la verdad el asunto no es ni de perspectiva porque dibujar no tiene nada que ver con dibujar bien. Son dos cosas difícilmente emparentables. Con decirles que antes, en otra vida y a pocos meses de terminar con esta nueva, cuando era profesor, me gustaba pedirles a mis estudiantes que dibujaran. Les entregaba una hoja y no sabían qué hacer en ella. Nada, pero nada en esta vida, me ha llegado a parecer más extraño que la indecisión a la hora de invitar a alguien a garabatear. ¿Se requiere bizarría para dibujar, para expresar algo? Puede que sí, puede que no. Lo que sí percibo es algo en la duda que se teje en cada vaivén imperceptible de los dedos que retienen la lapicera: miedo o –a lo sumo- un temor ridículo a hacer las cosas mal, como si se tratara de reproducir la realidad. Aunque –ahora que lo pienso mejor- puede que sea una conspiración celestial la que nos impide reproducir el universo. Tampoco podemos ser tan responsables, la verdad.
El asunto todavía me resultaba curioso y, por lo tanto, nauseabundo –Sartre dixit-, pues no da para entender que personas jóvenes o de muy mediana edad prefieran dejar una hoja en blanco antes de exponerse a que le digan: Usted dibuja feo. Ahí sí “que te perdone dios, que te perdone”. Es que no hay ni criterio para identificar el propio error. No es un secreto que la mayoría de nosotros, cuando pasamos por el colegio, ni sabíamos quiénes eran los grandes artistas del Renacimiento Italiano. Tuvieron que salir las tortugas ninja para que algo así pasara. Es decir, hacer un mamarracho en una hoja no puede producir vergüenza alguna porque no hay modo de saber lo que debe ser un dibujo correcto, un dibujo bien hecho. La pregunta ya la había hecho el Principito y se había respondido con elevado ingenio con formas geométricas o sombreros que disimulaban el festín de una boa (spoiler: recuerden que al Principito le dibujan una pitón que se tragó un elefante, aunque la imagen era como un sombrero).
Así, allende el misterio de por qué la gente duda tanto en dibujar, me parece aterrador de dónde sale el criterio de la autocensura, ¿de dónde saca la gente el criterio para decir que su dibujo está mal hecho? ¿Quiénes se creen?
Era muy común que mi amable invitación a dibujar terminara en un desfile de personas que soltaban frases como “lo intenté” o cosas por el estilo. Luego, rompiendo toda intimidad, les explicaba que dibujar no era, o no significaba -en la práctica- dibujar bien. Contra el magis, y en contra de todas mis creencias, les explicaba que no se trataba de hacer las cosas bien, sino simplemente de hacerlas. Ya, tan simple como eso. No se trata de dibujar y que te digan buenas tardes don Vangó, Gogán, don Pizarro, joven Degá, sino dejar un pedacito del alma sobre un papel. Es solo sacar a pasearla al Sol y que te diga lo chiquita que la tienes. O ni eso. Se trata de mostrar lo mal que están conectados el deseo, el ojo y la mano.
Dibujar es poner a prueba la motricidad fina, pero no se hace por razones pseudo-morales (porque no es malo), o peor, pseudo-estéticas (porque no hay un verdadero criterio estructurado). Volviendo a Vangó (¿si saben de quién hablamos, cierto?), y dentro de lo estrictamente justo, de eso se trató todo el postimpresionismo, por ejemplo. Ser apaleado en las exposiciones, vivir lleno de putazos y sablazos, de eso se tratan las vanguardias. Pero no se puede huir siempre de uno mismo, es solo coger un lápiz –hasta un dedo herido del que brote sangre- para que las cosas salgan mal siempre, sin nada que hacer al respecto, sin borrador. Eso es dibujar. Recuerdo a mi profesora Margot Márquez diciendo que “tachen” y yo tachaba y disfrutaba del error.
Uno debe dibujar como si no hubiera un mañana, como si todo dependiera de ello, porque en esta vida nada, pero absolutamente nada, tiene sentido. Todo es feo, todo es una soberana “M”, entonces qué más da. Y por esa misma razón todo es bellísimo, sublime, todo huele al perfume que más te gusta, todo es un atardecer de nubes que no sabemos si son de color naranja o de color rosa, sobre un fondo gris, hermoso como una camiseta de viernes trece.
Ya les dije que, para mí, dibujar es de lo más fácil. Pero porque es tan necesario como respirar. Eso, nuevamente, para mí porque así nací. Mi primer dibujo fue a los dos años. Así dice en una hoja que guardaron por ahí. Mis primeras obras fueron esa y otra titulada “mi papá con una espada” y que es básicamente un ser humano sosteniendo algo en la mano, aunque por fuera del marco de Lascaux o Altamira o Chiribiquete. Nacido bajo el signo de Saturno, siempre he sido melancólico, aunque solo hasta ahora esquivo la depresión como algo real. En el transcurso de mis primeros años de vida, en el jardín infantil al que me obligaban a asistir, recuerdo que me encargaron una obra de arte, un cuadro. Ahí se los dejé pintado, unos muñequitos, como unos trolls de pelo largo y parado, de colores. Seguro el niño que fui se impresionó con algún travestí, o bien, lo vi en algún comercial de juguetes o hasta en una juguetería. Estos estaban ubicados en una estructura de metal y abajo, en el abismo, había tiburones o cocodrilos. Algo así. Esto todo es verdad, y si no me creen pueden visitar el jardín Infantil Semillita –en singular y en Manizales. También recuerdo que me inscribieron a clases de dibujo en Bellas Artes, pero allá me entró una tristeza rara cuando pensé que dibujar era el destino de los heroinómanos, o al revés. No sé. Lo que sí recuerdo es estar llorando un día en el que sentí que si seguía en la escuela de arte, terminaría pidiendo limosna en el centro, mientras arrastraba cadáveres invisibles que revoloteaban sobre mi cabeza, tomándome, acariciando, intermitentemente mis sienes, mientras sonreían y hacían galanterías en espiral. Mi alma de niño de ocho o nueve años temía todo y lo veía ocurrir entre almacenes Ley y el edificio del Banco Cafetero. Era una de esas visiones abisales que me arruinaban la sopa. Recuerdo estar triste. También recuerdo mirar hacia el patio. De fondo sonaba alguna canción de Rubie La Escala o Miguel Ángel, “Un amor que termina así”, en Amor Estéreo. La sopa deliciosa, ni salada ni simple y mi alma negra de niño pálido.
Dibujen que puede ser muy tarde cuando entiendan que no está mal equivocarse, que no está fatal pensar vanamente que se tienen muchas vidas o muchas oportunidades. Puede que esto ponga en evidencia lo mal que está el mundo, Der Untergang des Abendlandes.
Finalmente, me gustaría hacerles una invitación abierta a poner en obra un acto sacrílego, para que se den cuenta de lo mal que están: hagan un autorretrato. O mejor, hagan dos autorretratos. Hagan el primero frente a un espejo, tratando de reproducir su viva imagen. Hagan el segundo sin mirarse al espejo, algo así como entendiendo que su autorretrato fuera una bola, un óvalo, que tiene adentro ojos nariz y boca y por fuera cabello –si aún les queda- y orejas –sin aún no han visto Soldado universal (guiño)-. Ejecuten estas dos simples tareas para que se den cuenta que el segundo dibujo lo harán sin ningún compromiso, dejando atrás la responsabilidad y reconciliados con la frustración de entender que dibujar no es dibujar bien. Se trata de dos cosas que no tienen nada que ver una con la otra. Retengan este segundo impulso. Ese es el que necesito que guarden como el párpado seco de un tercer ojo que solía abrirse sobre su frente y que ya no está. Entiendan que se fue y que nunca importó que se hubiera ido. Una hoja vacía es un alma llena.
por: Felipe Calderon-V