Archivo de una tierra móvil

lI – Serie geográfica

Desde hace cinco años y con bastante intermitencia me inventé un método creativo que en realidad de inventado no tiene nada: elegir un cuaderno para dibujar; ese cuaderno lo llamé y lo sigo llamando Dibujos para desaparecer palabras. 

Lo hice porque desde hace más de diez años mi vida habita de manera compulsiva en las palabras: las palabras son mi lengua materna, mi casa. Y las palabras, como cualquier otro lenguaje, pueden ser salvajes y agotadoras. Así que la idea con ese cuaderno es precisamente esa: desaparecer palabras. 

Ese método creativo es muy sencillo y consiste en un “descanso” de esa parte del cerebro que siempre está pensando en cierta forma: cómo conectar aquello con esto otro, cómo decirlo, cómo mostrarlo, cuál es el camino para llegar a lo que quiero decir. Llevo entonces varios cuadernos, casi uno por año, de dibujos y pinturas que no dicen nada y que no significan nada. Pero en esa búsqueda manual y visual me empecé a hacer otras preguntas: ¿podría explorar otros lenguajes para también contar lo que habito y lo que me habita?, ¿poder llenar esa lengua materna de otras lenguas maternas y hacer de la creatividad un todo que me permita navegar hacia otros lugares del pensamiento?

Fue a finales del año pasado que empecé a explorar algo llamado fotografía expandida, que consiste en traer precisamente de otros lenguajes las herramientas para que la narración visual cuente desde una apuesta mucho más autoral. Investigué sobre ficción documental, que es un término que ya exploro desde hace tiempo en la escritura; busqué referencias de fotografía documental expandida y de trabajo de archivo; asistí a talleres que fueron y son luminosos y abiertos a esa exploración a veces salvaje y a veces muy tímida. 

Llegué a un archivo que desde hace mucho quiero trabajar: mi familia hizo todo un álbum familiar sobre el terremoto de Armenia, Quindío en 1999: fotos de grietas en las paredes, de personas haciendo filas para recibir las ayudas del exterior, casas derrumbadas y campamentos en canchas para dormir. El terremoto tuvo la fuerza de 32 bombas atómicas según el Servicio Geológico Colombiano, y afectó en mayor medida el sur de la ciudad. Yo tenía cuatro años y lo recuerdo vagamente. 

Acercarme a ese archivo y pensar en él, jugar con él, imprimirlo y dibujar encima. Poner palabras en sus bordes; pensar en cuántos como yo éramos niños y niñas en ese entonces, y entonces fuimos testigos de algo importante: el paisaje se mueve, se cae. La que era la pared de tu habitación también se puede ir de aquí antes de que tú te vayas. Los desastres naturales regalan luces sobre el interior: todo cambia, todo cambia, todo cambia. 

El archivo de una tierra salvaje sobre el que sigo el proceso de un proyecto narrativo que salga de mí, que cuente la naturaleza voraz del mundo y de una ciudad chiquitita y de una niña que vio su casa caer. Este es el inicio de un proceso visual que se abre desde mi lengua materna que habita en las palabras, que sale muy fuera muy fuera de mí y vuelve, como todo, a un origen infantil de barriga, al origen de la tierra primera.


Por: Sara Zuluaga