Cómo volverse un brujo – Parte Dos

Ilustración por: Felipe Calderon-Valencia

A los monstruos se les debe mostrar y punto. Etimología. Por eso se llaman así: monstruos, porque se “monstran”, porque se muestran. Arcanos, hablemos de los arcanos. Como a cualquier niño normal, a mí me encantaba el ocultismo; en reuniones familiares, los adultos hablaban de espantos o magia negra –que a fulano lo rezaron y que no sé qué- y yo, con mis mejillas rosadas y mi carita angelical, no sonreía, aunque internamente el sentimiento era más bien un júbilo oscuro que aún recuerdo, el aleteo de millones de polillas tapando la luz del Sol. Lindi.


Ah, pero otra cosa diferente, más fuerte, fue lo que pasó en mi interior cuando conocí las cartas del Tarot. Cierro los ojos –o los dejo abiertos, ni siquiera importa- y pienso y veo alguna escena de Aullido 2 (1985), una película de hombres lobo, aunque no sé por qué dicen hombres lobo si las mujeres también se transformaban… y qué transformaciones, no se imaginan. Vuelvo a la historia: un viernes por la noche, viendo la película en algún canal mejicano, me iba muriendo de miedo al ver esas criaturas de tamaño y fuerza descomunales que bañaban con un líquido rojo las paredes y el cuello de personas que interpelaban sin mucha amabilidad. Pero lo que me infundía otro tipo de temor – afastado del daño físico– eran las cartas que tiraban las gitanas en los pueblos infestados de lobos. Nada como el Tarot para preludiar la calamidad.
Ahora que lo pienso, tal vez nada de esto que les cuento ocurrió verdaderamente y las cartas del Tarot las vi, por vez primera, otro día. Pudo haber sido cuando me dijeron que no mirara Los Victorinos (1992) o La Otra Mitad del Sol (1995), dos telenovelas colombianas de terror. Ya tengo 40 años. Eso fue hace mucho tiempo y de los recuerdos no permanece sino el eco de alguna alegría secreta que escondí incluso de mí mismo. La película Aullido 2 no tiene alusiones significativas a los arcanos mayores y, a lo mejor, yo ni la vi. Perdón, pero vivo de recuerdos falsos.


“Felipe, ya, no vea más eso” –me decían de niño, mientras me alejaban a rastras del
televisor, con tanta fuerza como ternura-. Yo me iba a dormir y la orden de “no ver más” se hacía irrealizable porque veía monstruos con los ojos cerrados, sus pupilas inyectadas de sangre resignificaban la oscuridad. Me acostaba a dormir. Gritos, aullidos y susurros, y mis papás subiendo al galope a mi cuarto para abrir la puerta, preocupados, mientras me decían “que no cierre la puerta, culicagado”. En el fondo ellos temían más a mis reacciones que yo a las películas que consumía. Y “duérmase pues” y yo dormía y soñaba con campos de flores con personas incrustadas en palos y al otro día desayunito, huevo con tomate y cebolla, sin té, solo chocolate espumoso.
Estén o no, el caso es que las cartas de Tarot son los verdaderos monstruos en las películas Aullido, no los licántropos –otra palabra de la que amo su etimología: λύκος άνθρωπος (perro salvaje o lobo + hombre)-. Recuerdo a una gitana como de pintura de Brueghel, de mucho ojo blanco y todo, volteado, tirando las cartas –pues las cartas se “tiran”– para revelar la carta de la Luna (La Lune): un lago con un bogavante escondido en la lógica de la carta, pero visible para quien no vive dentro del dibujo; arriba de este y en tierra firme, dos perros aullando a la Luna que corona el cielo de la carta; un valle que se abre y al fondo dos torreones, sobra decir que fortificados; la Luna lanzando gotas de luz que parecen inyecciones de adrenalina para quienes viven en la carta y para quienes la miramos. La carta se muestra, muestra su rostro al derecho; sin embargo, esta también puede significar otra cosa cuando se rota y se le pone boca abajo: enuL aL. Algo así. Cara arcano mayor muestra dos situaciones: la que dicta su naturaleza y su opuesto cuando se pone de cabeza. Toma tu tip de lectura. A pesar de lo que les digo, la cosa no es fácil, pues la Luna no tiene opuesto.
No, no señores, no es el Sol. Este es el problema con la lógica moderna, con sus juegos de opuestos y orden de estantería o de alacena. El Tarot es antiguo y no se rige solo por las reglas de los opuestos, sino por otras más antiguas y traicioneras que explicaré cuando llegue el momento.


Yo, de niño, trataba de liberarme de esas imágenes que les describo, pero ellas terminaban incrustadas en mis pupilas, rebozándome la memoria y causando la sospecha de algo oculto en un pedazo de cartón. Este es el efecto monstruo. Otra vez, otro día por la tarde, mi mamá volvió de un viaje a Salamina, un pueblo al norte del Departamento de Caldas, en Colombia, y me trajo un regalo que mi abuela me mandó. “Vea lo que le mandó la abuelita” –me dijo y sacó de su bolso unas cartas del Tarot–. Pequeñitas. Eran unos arcanos mayores, no sé cuántos, aunque no eran los 22 sí eran los suficientes para hacer nacer esa sensación morbosa que no tiene nombre: la madre de mi madre, a través de la madre, me estaba entregando objetos malditos. Eran las antirreliquias de la familia. Los tomé con secreto asombro y así asistí a mi bautizo de fuego y dije gracias. “No le vaya a decir a su papá que me regaña”, me dijo mi mamá cuando por fin soltó las cartas con una sonrisa.

Agradecí nuevamente y las tomé en las manos y me fui de vacaciones a mi fuero interno, contándolas, mirándolas, recordándolas diferente, pues luego entendería que existen varias interpretaciones del Tarot plasmadas en diferentes bajaras, donde la que más confianza despierta es la más antigua, arcana, la del Tarot de Marsella. Perdón por la dislexia: barajas.

Así las conocí, pero uno siempre a las cosas las conoce más de una vez.
En este punto de la narración, “narración”, hay que hacer un alto en el camino y explicar varias cosas. La primera: ¿qué son los arcanos? La segunda: ¿qué son los arcanos menores? Y la tercera: ¿qué son los arcanos mayores? Los últimos son más interesantes, pero mis progresos como brujo me permiten confesar –acá y de ahora en más– que los menores permiten equivocarse o acertar en la predicción con pelos y señales. Esto, cuando se decide que el Tarot sirve para predecir el futuro, aunque su realidad no sea esta. Seamos racionales.


¿Racionales? Risas hasta la explosión del diafragma. Sí, seamos racionales con el uso del Tarot: no podemos adivinar porque no vale la pena adivinar, el futuro es la nada sin materializarse, una suerte de no men’s land, y no vamos hacia la nada sin preparación. O sí, sí lo hacemos, lo hacemos siempre, pero ¿y si nos preparamos? En efecto, explorar terrenos desconocidos requiere de entrenamiento, de un mapa –o cuánto menos de un mapa estelar– y cada carta del Tarot proporciona las instrucciones para ponerse en forma y resistir las

dentelladas de la nada. Esta toma forma alrededor del cuello mientras uno duda. Ella tensa
sus músculos, aprieta y se perciben los dientes solo cuando ya atravesaron la piel y los huesos truenan en un crunch y ya es demasiado tarde. Nota: ¿Recuerdan que les iba a explicar varias cosas? Pues no lo voy a hacer ya porque no tendría ninguna gracia. Después.


por: Felipe Calderon-Valencia