Ofrendas para el comienzo del mundo

lll – Serie gastronómica

Cuando el conquistador Hernán Cortés llegó por primera vez a Tenochtitlan, México, fue recibido con una de las mayores muestras de hospitalidad del pueblo, una muestra que casi lo mata. Le dio la bienvenida la cabeza del estado Azteca, Moctezuma, con una bebida mítica para ocasiones especiales: el chocolate batido en agua y condimentado con chiles, un incendio en el paladar del español que recién empezaba a conocer esas tierras.

Se ha discutido desde entonces entre historiadores y aficionados de la cocina la forma en que ese acto de cortesía supone o no una agresión y es, entonces y contra toda conclusión, un enorme abismo cultural.

Viajar como reportera siempre me ha dado cosas que en un viaje común no hubiese obtenido; la disposición es otra. Mientras escribo esto pienso que más adelante quiero escribir sobre el sentido del viaje, sobre cómo la globalización y la tecnología han potenciado la idea de checklist de monumentos o paisajes naturales como si se tratara de la lista del mercado. Pero este no es ese texto, y el asunto está más bien, sabemos, en la comida.

En Gastronomía e imperio, la cocina en la historia del mundo, Rachel Laudan cuenta que el chocolate se popularizó, entre otras cosas, porque se usaba para los ejercicios espirituales de los jesuítas. Así, el cuerpo estaba conectado de una forma estrecha con el alma, la iluminación, la trascendencia. Y en el mundo, digamos de una forma bastante amplia, la comida ha estado rodeada de rituales de bienvenida, amor y muerte. Alrededor de platos de comida se ha discutido sobre lo importante, lo que sea que eso signifique.

El hecho es que lo que comemos ha atravesado quienes somos por generaciones, quienes somos como individuos, sociedades, familias. La idea del mundo a partir de nuestras comidas. En esa medida, la ofrenda al que lo desconoce es entonces el regalo del comienzo del mundo: un lugar desde donde pararse a mirar.

Es por eso que esta tercera y última entrega de la serie gastronómica, está fuera de la cocina de mi familia y de mi cocina. Los viajes como reportera me han regalado muchos puntos desde donde pararme a mirar. Aquí entonces tres historias independientes pero circulares al final, sobre ese ir a otra parte, ser recibida o envenenada sin culpa. Sobre probar y encontrar, y sobre todo lo que rodea ese encuentro.

Cabeza de gallina con tinto en panela. Arauca.
Para un tema sobre comunidades de resistencia campesina en Arauca, fuimos con el equipo a entrevistar personas en varios municipios del departamento que tenían sistemas agroecológicos sostenibles de siembra y construcción de paz. Una de las mujeres que nos recibía nos preparó a modo de bienvenida y homenaje, cabeza de gallina acompañada de tinto en panela. Un calor espeso se sentía sobre el techo de la casa y todos comimos hasta el final. Yo llevaba varios meses sin comer carne animal y fue especialmente difícil, pero no dejé nada. Mientras comíamos la mujer que nos recibió nos contó la historia de amor con su esposo, fotos de nietos y retratos de los dos enmarcados. Una ofrenda a quienes se sentaban a hablar con ella de su trabajo comunitario, de su vida. Un plato difícil pero rodeado de la inmensidad de lo que sucedía: sentarse a escuchar.

Arepa de huevo y camarones. Bolívar.
Uno de los primeros trabajos que hice sola fue en Bolívar, sobre las lágrimas de las tortugas marinas. Debía hacer la reportería y las fotos, y organizarme como quisiera. Cuando tuve que pasar de Barú el pueblo a Isla Grande me llevó Obando, el pescador con el que más compartí en ese viaje, y comimos en el camino en lancha arepa de huevo y camarones que compramos en el puerto. Deliciosa. Nunca supe si fue ese desayuno o un tinto (café) que recibí en la isla, pero los siguientes dos días, que además debía pasar en carpa y completamente sola, tuve la fiebre más intensa que haya tenido jamás. De la manguera con la que me bañaba salía el agua helada a mi cabeza y llegaba luego caliente al resto del cuerpo. Tuve que hacer entrevistas, tomar notas y fotos a media marcha, saberme capaz de cuidar de mí para completar el trabajo y traerme a casa. El viaje y el descubrimiento que sacuden, y el regreso, que enseña incluso más.

Sancocho de carne curada y viche. Chocó.
Para hacer varios trabajos en diferentes municipios del Chocó, fuimos con A. en un viaje de varios días en el que conocimos a un hombre que tenía un taller de viche decorado con un cristo gigante; el viche, una bebida alcohólica del pacífico que hace muchos años se usaba para dolores estomacales e incluso para curar mordeduras de serpiente. Escuchamos al hombre y le compramos botellitas de viche que empacaba en antiguos envases de gaseosa. Almorzamos un sancocho con un olor fuertísimo del que todavía nos acordamos. No sabíamos, pero algo nacía y moría en ese viaje: ir y regresar, dejar en ese lugar del mundo algo que luego no encontramos. Rodear toda esa comida de una historia que se parecía al comienzo del desamor.

Sobre estas ofrendas no culinarias, el final temporal de una serie sobre lo fundamental del alimento, el placer y lo desconocido. Lo que abraza nuestra comida entre lo que somos y lo que no somos. El final del ensayo que bordeó preguntas sobre la cocina que también eran preguntas imaginarias sobre el cosmos

por Sara Zuluaga


Ofrendas para el comienzo del mundo

Ensayo visual